¡Que los disfruten!
Prof. Lezcano Maximiliano, Prof. Scarpelli Paola y Prof. Martínez Nazarena.
MÁSCARAS
No me gustan las
máscaras exóticas
Ni siquiera me gustan
las más caras
Ni las máscaras sueltas ni las desprevenidas
Ni las amordazadas ni las escandalosas
No me gustan y nunca me gustaron
Ni las del carnaval ni las de los tribunos
Ni las de la verbena ni las del santoral
Ni las de la apariencia ni las de la retórica
Me gusta la indefensa gente que da la cara
Y le ofrece al contiguo su mueca más sincera
Y llora con su pobre cansancio imaginario
Y mira con sus ojos de coraje o de miedo
Me gustan los que sueñan sin careta
Y no tienen pudor de sus tiernas arrugas
Y si en la noche miran / miran con todo el cuerpo
Y cuando besan / besan con sus labios de siempre
Las mascaras no sirven como segundo rostro
No sudan / no se azoran / jamás se ruborizan
Sus mejillas No ostentan lágrimas de entusiasmo
Y el mentón no les tiembla de soberbio o de olvido
¿Quién puede enamorarse de una faz delegada?
No hay piel falsa que supla la piel de la lascivia
Las máscaras alegres no curan la tristeza
No me gustan las máscaras he dicho
Ni las máscaras sueltas ni las desprevenidas
Ni las amordazadas ni las escandalosas
No me gustan y nunca me gustaron
Ni las del carnaval ni las de los tribunos
Ni las de la verbena ni las del santoral
Ni las de la apariencia ni las de la retórica
Me gusta la indefensa gente que da la cara
Y le ofrece al contiguo su mueca más sincera
Y llora con su pobre cansancio imaginario
Y mira con sus ojos de coraje o de miedo
Me gustan los que sueñan sin careta
Y no tienen pudor de sus tiernas arrugas
Y si en la noche miran / miran con todo el cuerpo
Y cuando besan / besan con sus labios de siempre
Las mascaras no sirven como segundo rostro
No sudan / no se azoran / jamás se ruborizan
Sus mejillas No ostentan lágrimas de entusiasmo
Y el mentón no les tiembla de soberbio o de olvido
¿Quién puede enamorarse de una faz delegada?
No hay piel falsa que supla la piel de la lascivia
Las máscaras alegres no curan la tristeza
No me gustan las máscaras he dicho
Mario Benedetti
La vida ese paréntesis
La vida ese paréntesis
EL MUNDO
Un hombre del pueblo de Neguá, en
la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que
había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar
de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló---. Un
montón de gente, un mar de Fueguitos.
Cada persona brilla con luz
propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y
fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni
se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas.
Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida
con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se
enciende.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos
EL HOMBRE DE LA
CAMISETA CALADA
Yo lo llamaría el Guardián del
Umbral. Cierto es que los que se dedican a las ciencias ocultas entienden por
Guardián del Umbral a un fantasma recio y terribilísimo que se le aparece en el
plano astral al estudiante que quiere conocer los misterios del más allá. Pero
mi guardián del umbral tiene otra catadura, otros modales, otro “savoir faire”.
¿Quién no lo ha visto?. ¿Cuál es
el ciego mortal que no lo ha advertido al guardián del umbral, al hombre de la
camiseta calada? ¿Dónde pernocta el ciego mortal que no ha notado todavía al
ciudadano que plancha el umbral, para que yo se lo muestre vivo y coleando?.
Es uno de los infinitos matices
ornamentales de nuestra ciudad; es el hombre de la camiseta calada . Dios hizo
a la planchadora, y en cuanto la planchadora salió de entre sus manos divinas
con una cesta bajo el brazo, Dios,
diligente y sabio, fabricó, a continuación, al guardián del umbral,
al hombre de la camiseta calada.
Porque todos los legítimos
esposos de las planchadoras usan camisetas caladas. Y no trabajan. Cierto es
que buscan trabajo. Y que ellas se acostumbran a que él trabaje en el trabajo
de buscar trabajo: pero el caso es este. Usan camiseta calada, y hacen la
guardia en el umbral.
¿Quién no lo ha visto pasar?.
¿Cuándo aparecerá el Charles Lous Phillie que describa nuestro arrabal tal cual es!
¡_Cuándo aparecerá el Quevedo de
nuestras costumbres, el Mateo Alemán de nuestra picardía, el Hurtado de Mendoza
de nuestra vagancia!
La planchadora se casó con el
hombre de la camiseta calada cuando era joven y linda. Labio como flor de granada y trenza abundosa.
Bajo el brazo la cesta envuelta en media sábana.
Él también era un guapo mozo.
Tocaba la guitarra que era un primor. Vivían en el conventillo. El mozo pensó
bien antes de decidirse: La madre de la muchacha tenía el taller. Pensó tan
bien que después de un amorío con guitarra y versitos del extinto Picaflor Porteño, se casaron como dios manda.
Hubo baile, felicitaciones, regalos de bazar, y la “vieja” enjugó una lágrima.
Cierto es que el muchacho no es
malo, pero le gusta tan poco trabajar... Y las viejas que hacían círculo en
torno de la damnificada comentaron:
¡Qué se le va a hacer, señora!.
Los jóvenes de hoy son así...
Y sí, son tan así que a la semana
de haberse casado, el hombre de la camiseta calada empezó a alegar y luego
se espetó a la suegra: y la vieja, que se moría por lo del abolengo,
porque había sido cocinera de un general de las campañas del desierto, le
aceptó, refunfuñando al principio, y así, un día y otro, el hombre de la
camiseta calada le fue esquivando el
cuerpo al trabajo, y cuando se acordaron madre e hija ya era tarde; él se había
apoderado del umbral. ¿Quién lo sacaría de allí?
Había tomado jurídica y
prácticamente posesión del umbral. Se había convertido automáticamente en
guardián del umbral.
Mañana tras mañana. Crepúsculo
tras crepúsculo ¡Qué linda vida la de ese ciudadano!
Se levanta por la mañana
tempranito y le ceba un mate a la damnificada, diciéndole: Luego de haber mateado a gusto, y cuando él
solicito se levanta, va al almacén de la esquina a tomar una cañita, y de allí tonificado el
cuerpo y entonada el alma, toma otros mates, pulula por el taller de lavado y
planchado para saludar a las “oficiales”,
y más tarde se planta en el umbral.
A
la tarde duerme su siestecita, mientras su legítima esposa se desloma en la plancha. Y bien
descansado, lustroso, se levanta a las cuatro, toma otros mates y vuelta al
umbral, a sentarse, a mirar pasar la gente y a darse esos interminables baños
de vagancia que lo hacen cada vez más silencioso y filosófico.
Porque el hombre de la camiseta
calada es filósofo. Bien lo dice su mujer:
- Tiene una cabeza... pero... –
Ese “pero” lo dice todo. Nuestro filosofante es el Sócrates del barrio. Él es
el que interviene cuando se producen esos líos descomunales; él es quien consuela
al marido burlado él es quien convence a
un calabrés de que no cometa un homicidio complicado con el agravante del
filicidio; él es quien, en presencia de una desgracia, exclama siempre
patéticamente
Habla poco y sesudamente. Tiene
la sabiduría de la vida y la sapiencia que concede la vagancia contumaz y
alevosa, y por eso es en todo barrio, con su camiseta calada y su guardia en el
umbral, el matiz más pintoresco de nuestra urbe.
Aguafuertes Porteñas
Roberto Arlt
EL POZO
Sobre el brocal desdentado del
viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen
simple.
Toda una historia trágica. Hacía
mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre
cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar
su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo
redondel.
Allí le sorprendieron el
cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se
hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco
puro.
Ni tiempo para dar un grito o
retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque.
Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió
sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus
dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro
rojizo. Luego quedó exánime, sólo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su
ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tanteó el
cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el mismo redondel de
antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una
estrella tímidamente.
Los ojos se hipnotizaron en la
contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de
luz.
Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un
frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó
en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido
onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e
impelido por esa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a
lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las
carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una vez, la tierra
insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía
su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de
sus fuerzas.
Sin embargo, un mundo
insospechado de energías nacía a cada paso; y como por impulso adquirido
maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento,
llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.
Allí quedaba, medio cuerpo de
fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante de él la forma de
un Aguaribay como cosa irreal...
Alguien pasó ante su vista, algún
paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado.
Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de
santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió
hacia el maldito. El infeliz comprendió: hizo el último y sobrehumano esfuerzo
para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle la frente, y aquella
visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.
Ahora todo el pago conoce el pozo
maldito, y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de
madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.
Ricardo Güiraldes
Cuentos de muerte y de sangre
EL CAUTIVO
En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico
desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo
de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de
ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las
circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El
hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las
palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal
vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De
pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos
patios y se metió en la
cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida
campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando
chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían
encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron
otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su
desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el
pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido
renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una
criatura o un perro, los padres y la casa.
Jorge Luis Borges
El Hacerdor
NO SE CULPE A NADIE
El frío complica siempre las
cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora
a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de
casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el
pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un
ponerse y sacarse pulóver, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango
mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y
empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la
camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el
brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera
del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como
de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón
se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya,
pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la
deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el
otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no
lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la
camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía
más la operación, y aunque se ha puesto
a silbar de nuevo para distraerse, siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra
complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo
al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del
pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y
tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina
penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir
como un calor en la cara, aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera,
pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la
mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre
pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que
reanudó la tarea, y que ha hecho la
tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así, su mano
tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra
hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio parecería que la
cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con
una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera
podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va
humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de
azul. Por suerte en ese mismo momento su
mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una
afuera aunque la otra sigue apresada en la manga, quizá era cierto que su mano
derecha no estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el
cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en
cambio la mano ha podido salir fácilmente.
Irónicamente se le ocurre que si
hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del
todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas
veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile
disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria
y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución
sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la
entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero
la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera
ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece
y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a
tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del
aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es
un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas.
Quizá ha caído de rodillas y se
siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de
golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no
quiera abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa
delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja
vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera de pulóver, está de
rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre
los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y se
ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire
antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y
echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo
que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia
arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara
mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte
sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelta
y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.
Julio Cortázar
Final del Fuego
LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Cuentan los hombres dignos de fe
(pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de
Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un
laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban
a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la
confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de
Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar
en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces
imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna,
pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que,
si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia,
juntó sus capitanes y sus alcaldes y estragó los reinos de Babilonia con tal
venturosa fortuna que derribó sus castillos rompió sus gentes e hizo cautivo al
mismo rey. Lo amarró encima de un
camello veloz y lo llevo al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo:
"¡OH rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!”, en Babilonia me
quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros
ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay
escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer,
ni muros que te veden el paso.
Luego le desató las ligaduras y
lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria
sea con Aquel que no muere.
Jorge Luis Borges
INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia
el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el
plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano,
para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en
línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la
mano izquierda en una de las partes verticales y la derecha en la horizontal
correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada
uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto
más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera,
ya que cualquier otra combinación producirá formas quizá más bellas o
pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente,
pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud
natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la
cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños
inmediatamente superiores al que se pisa, y
respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por
levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre
en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón.
Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se
recoge la parte equivalente a la izquierda (también llamada pie, pero que no ha
de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se
le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste
descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños
son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La
coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese
especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esa forma al segundo
peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el
final de la escalera. Se
sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio,
del que no se moverá hasta el momento del descenso.
Julio Cortázar
Historias de cronopios y famas
OBDULIO VARELA
EI.26 de julio de1950, en el
estadio Maracaná de Río de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del
fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela
silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la
Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del
segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del
Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces todo Río de
Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se
encendieron de una sola vez, Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue
hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo
derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían goles. Este
modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un
título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese
instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán -y mucho más-
de ese equipo joven que empezaba a desesperarse y clavó sus ojos pardos,
negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y
caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el
mundo tuvo que esperarlo tres rninutos para que llegara al medio de la cancha y
espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para
los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio
enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que,
desde entonces, el partido -y el rival- fuera otro. Hubo un intérprete, una
estirada charla --algo tediosa- entre el juez y el morocho. El estadio estaba
en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes
uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la
pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo. Fue un aluvión. Los
uruguayos atropellaban sin respetar aun rival superior pero desconcertado.
Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus
compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque
la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó
el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la
tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las
casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante.
Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no
podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.
Osvaldo Soriano
Artistas, locos y criminales
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